No son pocos los que han caracterizado a la sesión preparatoria del Congreso como el punto de partida de un nuevo régimen político, “responsable ante el parlamento”. Las expectativas no sólo se fundan en la mayoría que la oposición impuso en las comisiones. Reposa, también, en la posibilidad de avanzar en la “desborocotización” de numerosos diputados kirchneristas, que haría de la mayoría opositora un hecho irreversible. Precisamente, una de las iniciativas parlamentarias que promueve el pejotismo disidente es la modificación del régimen impositivo entre la nación y las provincias, para “aflojar la extorsión kirchnerista” sobre los representantes del interior. Con el mismo propósito –golpear a la camarilla oficial– en la agenda parlamentaria opositora figura la reforma de la ley de medios y la modificación del Consejo de la Magistratura, en momentos en que los K están comprometidos por numerosas causas judiciales de corrupción.
La “parlamentarización” tropieza, sin embargo, con limitaciones de fondo: Argentina tiene un régimen presidencialista, o sea que la decisión política está en manos del Ejecutivo. El Congreso es incapaz de gobernar, por eso funciona como una escribanía; encima de todo está dividido en numerosos bloques. En estas condiciones, o los K se las arreglan para explotar las contradicciones de la oposición para neutralizar su debilitamiento, o vamos a elecciones adelantadas. A esto se resume el bonapartismo de los K: el Congreso no puede gobernar y ellos sólo pueden hacerlo si logran violentar los obstáculos parlamentarios. De conjunto, estamos en presencia de la desintegración del régimen improvisado sobre las ruinas de 2001. El kirchnerismo nunca pudo dejar de lado los métodos de emergencia con los que gobernó desde 2003 y ahora debe lidiar con otra bancarrota. La expresión más clara de ello es la prolongación de la “ley de emergencia económica”, que permite al gobierno manejar discrecionalmente tarifas, subsidios y partidas presupuestarias según las exigencias de los pulpos privatizadores, por un lado, y de la presión popular, por el otro. El kirchnerismo amenaza, además, con imponer un régimen de vetos. Graciela Camaño le advirtió, apropiadamente, que entonces sobrevendría un cacerolazo, no una insistencia parlamentaria.
La “parlamentarización” tropieza, sin embargo, con limitaciones de fondo: Argentina tiene un régimen presidencialista, o sea que la decisión política está en manos del Ejecutivo. El Congreso es incapaz de gobernar, por eso funciona como una escribanía; encima de todo está dividido en numerosos bloques. En estas condiciones, o los K se las arreglan para explotar las contradicciones de la oposición para neutralizar su debilitamiento, o vamos a elecciones adelantadas. A esto se resume el bonapartismo de los K: el Congreso no puede gobernar y ellos sólo pueden hacerlo si logran violentar los obstáculos parlamentarios. De conjunto, estamos en presencia de la desintegración del régimen improvisado sobre las ruinas de 2001. El kirchnerismo nunca pudo dejar de lado los métodos de emergencia con los que gobernó desde 2003 y ahora debe lidiar con otra bancarrota. La expresión más clara de ello es la prolongación de la “ley de emergencia económica”, que permite al gobierno manejar discrecionalmente tarifas, subsidios y partidas presupuestarias según las exigencias de los pulpos privatizadores, por un lado, y de la presión popular, por el otro. El kirchnerismo amenaza, además, con imponer un régimen de vetos. Graciela Camaño le advirtió, apropiadamente, que entonces sobrevendría un cacerolazo, no una insistencia parlamentaria.
La sangre y el río
La división de la oposición parlamentaria se hizo ver en el curso de la propia sesión; por ejemplo, entre quienes querían aprovechar la mayoría para sustraerle al oficialismo la presidencia de la cámara –el duhaldismo y el radical Aguad– y los que, como Carrió o Solá, plantearon respetar los acuerdos alcanzados con los kirchneristas, incluso en el caso en que éstos se ausentaran de la sesión. En el Senado podría presentarse la misma polémica. Otro pejotista, Romero, está fogoneando la vicepresidencia primera para la oposición, para colocarse en la línea sucesoria directa de CFK en el caso de que renuncie Cobos. El curso de esta crisis parlamentaria ha multiplicado la dispersión del peronismo opositor. Por ejemplo, emergió la figura de Graciela Camaño, que se propone como bisagra entre el kirchnerismo y sus opositores pejotistas, en la línea de una retirada ordenada de la camarilla con vistas a 2011. Por el lado del “acuerdo cívico”, las cosas no marchan mejor. La “reorganización” de la UCR, con el cobismo adentro, ha acentuado el distanciamiento entre los radicales y Carrió.
Estas divisiones no le imprimen a la mayoría opositora un carácter necesariamente circunstancial. En las últimas semanas, ha compartido su tiempo entre el Congreso y los principales foros patronales del país. Eduardo Duhalde levantó la bandera de un “programa de unidad nacional”, con los reclamos de los principales agrupamientos empresariales, coincidiendo con Terragno, el libretista de la UCR.
Pero la audiencia de patrones que escuchó estos planteos no tardó en sacar a la luz sus propias divergencias. La mesa de enlace del campo fracasó en el intento de lograr el apoyo formal de la Unión Industrial a su acto del Rosedal. El veto, en este caso, lo puso nada menos que Techint, cuyo agrupamiento empresarial advirtió que ese apoyo sería visto como “una provocación al gobierno” (El Cronista, 4/12).
Horizonte de crisis
Por intensas que sean, las maniobras de opositores y oficialistas tienen como telón de fondo el desarrollo de la crisis mundial. Como en Grecia, o en Italia, la caja del Estado argentino se ha agotado después de la recesión y, sobre todo, de los subsidios dirigidos al salvataje de los monopolios capitalistas. La tentativa de sostener al tesoro nacional a costa de la asfixia presupuestaria a las provincias también se ha terminado. Los distritos están quebrados y la emisión de bonos está en el orden del día. La salida del endeudamiento que preparan Boudou y Kirchner está cuestionada por ese desquicio fiscal, por un lado, y por el agravamiento de la crisis mundial, por el otro.
Los Kirchner, de todos modos, seguirán levantando el fantasma de la “derecha destituyente” para extorsionar a los trabajadores que luchan, en su empeño por imponerles una “paz social”.
El desarrollo de una oposición socialista al régimen exige, como nunca, la lucha y la independencia respecto del bonapartismo oficial y sus opositores capitalistas.
Marcelo Ramal
No hay comentarios:
Publicar un comentario