La marcha inexorable de la bancarrota capitalista mundial
El capitalismo se cae a pedazos. El producto bruto, en las naciones avanzadas, se está desmoronando en un 10 por ciento anualizado. En los últimos tres meses, los despidos en Estados Unidos han sido de 600 mil trabajadores por mes. La industria automotriz norteamericana se encuentra en vía de extinción: en Alemania se disputan las filiales que General Motors quiere liquidar para recaudar el dinero necesario para un improbable salvataje en Estados Unidos. Los desalojos, en ese país, ya han llegado a 1,8 millones de viviendas.
Detroit, Cleveland y otras ciudades industriales parecen diezmadas por una guerra. California, la séptima economía del mundo, se encuentra en ‘defol’; varios estados y municipios han comenzado a imprimir sus propios ‘patacones’ y ‘lecops’. En Gran Bretaña, el gobierno se apresta a nacionalizar la poderosa banca Lloyds. En España, los presumidos BBVA y Santander se han caído de los pedestales que les inventaron los medios apenas se descubrió lo que en otros países se sabe desde hace más de un año: que al lado de los bancos opera un sistema financiero en las sombras, montado por ellos mismos, que se encuentra fuera del alcance de la regulación estatal. Es así que dos fondos inmobiliarios han debido declarar un corralito por la imposibilidad de hacer frente al pedido de retiro de dinero de sus inversores. De repente, el ‘modernizado’ capitalismo español se encuentra donde nunca dejó de estar: en pelotas. En Francia ya se oyen los redobles de tambores, con sus Antillas en llamas y un ambiente de huelgas en la metrópoli que raja los muros. Otro inmunizado contra la crisis capitalista, Italia, acaba de descubrir que su nave de proa, Unicredit, “más europea que italiana” según sus alcahuetes, está por sucumbir al derrumbe de sus inversiones en Austria, la que a su vez se encuentra amenazada por sus inversiones en Europa oriental. Para salvar a la joya del fanfarrón Berlusconi, la diplomacia italiana ha tenido que recurrir a Libia, no sin antes hacer las reverencias correspondientes en las tiendas beduinas de Gadhafi. El paraíso sueco, que la gorda Carrió invoca como ejemplo para su infiel Argentina, le ha tenido que pedir al FMI que contenga las devaluaciones en los países del Báltico, para que no lleven a la tumba a la banca escandinava que ha copado aquellas plazas. Entre el derrumbe del rublo ruso, el zloty polaco y todas las otras monedas que sueñan con convertirse alguna vez en euros, es precisamente el euro el que está en capilla, estructuralmente aquejado por la incapacidad de los Estados del viejo continente para poner en marcha un plan de rescate común y por los diferentes ritmos y características de las crisis en sus diversas economías. De repente, las deudas públicas de esos Estados se han empezado a cotizar de la forma más disparatada, a pesar de que se negocia en la misma moneda y de contar con un Banco Central que debería operar como rescatista de última instancia. La insinuación de que Irlanda, un país del área euro, pediría el socorro del FMI cayó como una bomba nuclear en Bruselas, porque equivalía a admitir que el Banco Central Europeo estaba listo para ser colgado en el museo del Louvre. Por fin, las llamadas economías intermedias se hunden en forma implacable, como ocurre por ejemplo con Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Indonesia y, por último, la misma China, o en América Latina, México especialmente.
Resulta obvio, al cabo de un año y medio de planes de rescate de todo tipo, que la bancarrota capitalista se ha transformado en una crisis política. Es posible que sus estallidos comiencen por las naciones intermedias o de la Unión Europea, pero en ningún lugar se manifiesta más claramente que en Estados Unidos, cuando Obama aún no ha cumplido un mes de mandato. Aunque el presidente afroamericano anunció que la aprobación de su plan de impulso económico, de 800 mil millones de dólares, marcaba el “principio del fin” de la crisis, los acontecimientos que siguieron de inmediato indicarían que ni siquiera estaríamos en el ‘fin del comienzo’.Es que el núcleo de la crisis sigue allí, como desde el primer día. La masa de los llamados ‘activos tóxicos’ continúa siempre en la cartera de los bancos, compañías de seguros y de inversoras de capital, y de los fondos creados a la sombra de ellos. Los llamados negocios derivados originados por estos pulpos suman unos 550 billones de dólares, o cuarenta veces la economía de los Estados Unidos. Algunos estiman que si se pudieran hacer las compensaciones entre negocios cruzados – lo cual simplemente podría demorar algunos años– , la resultante neta serían aún unos 20 a 30 billones de dólares de deudas incobrables. El envío a pérdidas de todas estas sumas llevaría a la quiebra a la mayor parte del capital mundial. Ningún capitalista quiere oficializar sus pérdidas vendiendo los títulos sin valor que tiene en su propiedad, por lo cual sobreviven con ayudas estatales o compras temporarias de los bancos centrales. En consecuencia, el sistema económico está parado porque el Bank of America, el Citigroup, el Lloyds, el Barclays y tantos otros están que-bra-dos. Ponerle el cascabel a este gato significa nacionalizar a todos estos bancos, y a partir de esto aun a aquellos que no están quebrados, para proceder a una liquidación ordenada de todos los créditos y deudas que no se pueden saldar. Todo lo que parecía sólido se ha desvanecido en el aire.
El plan de relanzamiento económico de Obama, que acaba de aprobar el Congreso norteño, no encara esta situación: se trata de un plan de gastos y de rebaja de impuestos por apenas el 5,5% del PBI norteamericano para los próximos diez años, aunque el 80% de él se consumirá en dos años. Para resolver la cuestión bancaria, Obama ha insinuado otra cosa: la creación de los llamados ‘bancos malos’, que recogerían todo aquello en poder de los bancos que no vale nada. El problema es el siguiente: para que los bancos que queden limpios de estos activos puedan funcionar, necesitarán que se les pague por los activos invendibles un precio que les permita pagar las deudas con las que financiaron las compras de esos ‘activos tóxicos’. Pero pagar mucho por lo que no vale nada, simplemente provocaría la quiebra de quien lo haga, en este caso el Estado. Por eso Obama ha insinuado el propósito de que la compra de esos activos la haga una asociación pública-privada, pero la viabilidad de este proyecto es que se pague muy poco por los activos, lo cual sería un gran negocio para los que financiarían la formación de los ‘bancos malos’. Pero cotizar a esos ‘activos’ como una pichincha decretaría la quiebra de los ‘bancos buenos’, que recibirían muy poco dinero o liquidez para saldar sus deudas. El equilibrio entre lo que necesitan los bancos con ‘activos tóxicos’, de un lado, y lo que puede pagar el Estado por esos activos, por el otro, sin arruinar las finanzas públicas, o lo que les convenga pagar a los capitales privados dispuestos a negociar esos ‘activos’ con posterioridad, es simplemente imposible determinarlo a priori. Por otra parte, ya se sabe que la mayor parte de los bancos están quebrados, por mejor que sea la oferta que se haga por sus ‘activos’. La solución de este problema pasaría por la nacionalización general de los bancos, pero esto transfiere a la política, o sea al Estado, la tarea de arbitrar las pérdidas y confiscaciones que, de cualquier modo, o invariablemente, deberá sufrir el capital, tanto el pequeño como el más grande. Suponer que el Estado puede sacar al capital indemne de la crisis es propio del que no entiende una jota de la economía política del capital y de la tendencia a su propia disolución. Pero la sola perspectiva de una nacionalización está a punto de quebrar al ‘establishment’ norteamericano. Esta es la crisis política de Obama.
¿Hace falta decir que la nacionalización de los bancos no es ninguna solución? Por una parte, una nacionalización de la banca norteamericana rompe todo el tejido financiero internacional, porque obliga a los otros Estados a tomar medidas similares para poner a sus Tesoros nacionales al servicio de esta nueva competencia bancaria internacional entre bancos que cuentan con capital y financiación estatal. El mercado mundial se transformaría en un terreno de pugna directa entre Estados, lo cual es lo más cercano a una nueva guerra. Por otro lado, una nacionalización de bancos quebrados amenazaría con la quiebra a las finanzas públicas y obligaría al Estado a operar con empréstitos forzosos. Por fin, incluso una banca estatal sería incapaz de mover a la economía si del otro lado no se moviera la demanda por medio de inversiones a cargo de los capitalistas. Es extremadamente difícil, sin embargo, que los capitalistas arriesguen sus capitales en empresas financiadas por el Estado; si operaran sin capital retrocederían a la condición de meros comisionistas del Estado. Una banca nacionalizada en las grandes naciones industriales necesitaría la nacionalización de las inversiones en la industria y la obra pública, lo cual pondría al Estado en las dos puntas del proceso económico, o sea sin la mediación de los capitalistas. Esto es teóricamente posible pero prácticamente inviable, por la simple razón de que la línea de separación entre el capitalismo y el socialismo se haría muy tenue: dependería de quién dirige ese Estado, si los capitalistas o los obreros, y no – como es ahora – que entre un régimen social y el otro hay una densa valla de relaciones sociales que abarcan diversos grados y estratificaciones, que se superponen sobre la relación entre el capital y el trabajo y oscurecen su visibilidad.La ruptura del presente impasse la impondrá la subsiguiente marcha de la crisis y, en especial, la presión popular, que está tomando forma y fuerza en todo el mundo. La caída de las Bolsas a nuevos pisos es el síntoma de que el capital exige, por un lado, que el Estado lance un plan de rescate masivo, aunque para ello tenga que separar a algunas ovejas negras que están definitivamente condenadas y, por otro lado, si esto es inviable o alargara aún más el proceso de quiebras, que el Estado haga una declaración oficial de quiebra bancaria y proceda a la nacionalización. En lo referente a la presión popular, las continuas apariciones públicas de Obama a lo largo y ancho de Estados Unidos, están mostrando la amplitud de la deliberación que va ganando a las masas. En otros países ya hay huelgas importantes y movimientos de protesta masivos. La nacionalización de los bancos en Europa sólo puede proceder por países y acabaría poniendo a los más débiles bajo la férula de los más fuertes.
Es muy claro que el proletariado, a partir de la lucha que tendrá que encarar, deberá comprender que la salida pasa por presentarse como alternativa de poder – lo cual requiere programas, partidos y organizaciones de masas revolucionarias.
Jorge Altamira
Detroit, Cleveland y otras ciudades industriales parecen diezmadas por una guerra. California, la séptima economía del mundo, se encuentra en ‘defol’; varios estados y municipios han comenzado a imprimir sus propios ‘patacones’ y ‘lecops’. En Gran Bretaña, el gobierno se apresta a nacionalizar la poderosa banca Lloyds. En España, los presumidos BBVA y Santander se han caído de los pedestales que les inventaron los medios apenas se descubrió lo que en otros países se sabe desde hace más de un año: que al lado de los bancos opera un sistema financiero en las sombras, montado por ellos mismos, que se encuentra fuera del alcance de la regulación estatal. Es así que dos fondos inmobiliarios han debido declarar un corralito por la imposibilidad de hacer frente al pedido de retiro de dinero de sus inversores. De repente, el ‘modernizado’ capitalismo español se encuentra donde nunca dejó de estar: en pelotas. En Francia ya se oyen los redobles de tambores, con sus Antillas en llamas y un ambiente de huelgas en la metrópoli que raja los muros. Otro inmunizado contra la crisis capitalista, Italia, acaba de descubrir que su nave de proa, Unicredit, “más europea que italiana” según sus alcahuetes, está por sucumbir al derrumbe de sus inversiones en Austria, la que a su vez se encuentra amenazada por sus inversiones en Europa oriental. Para salvar a la joya del fanfarrón Berlusconi, la diplomacia italiana ha tenido que recurrir a Libia, no sin antes hacer las reverencias correspondientes en las tiendas beduinas de Gadhafi. El paraíso sueco, que la gorda Carrió invoca como ejemplo para su infiel Argentina, le ha tenido que pedir al FMI que contenga las devaluaciones en los países del Báltico, para que no lleven a la tumba a la banca escandinava que ha copado aquellas plazas. Entre el derrumbe del rublo ruso, el zloty polaco y todas las otras monedas que sueñan con convertirse alguna vez en euros, es precisamente el euro el que está en capilla, estructuralmente aquejado por la incapacidad de los Estados del viejo continente para poner en marcha un plan de rescate común y por los diferentes ritmos y características de las crisis en sus diversas economías. De repente, las deudas públicas de esos Estados se han empezado a cotizar de la forma más disparatada, a pesar de que se negocia en la misma moneda y de contar con un Banco Central que debería operar como rescatista de última instancia. La insinuación de que Irlanda, un país del área euro, pediría el socorro del FMI cayó como una bomba nuclear en Bruselas, porque equivalía a admitir que el Banco Central Europeo estaba listo para ser colgado en el museo del Louvre. Por fin, las llamadas economías intermedias se hunden en forma implacable, como ocurre por ejemplo con Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Indonesia y, por último, la misma China, o en América Latina, México especialmente.
Resulta obvio, al cabo de un año y medio de planes de rescate de todo tipo, que la bancarrota capitalista se ha transformado en una crisis política. Es posible que sus estallidos comiencen por las naciones intermedias o de la Unión Europea, pero en ningún lugar se manifiesta más claramente que en Estados Unidos, cuando Obama aún no ha cumplido un mes de mandato. Aunque el presidente afroamericano anunció que la aprobación de su plan de impulso económico, de 800 mil millones de dólares, marcaba el “principio del fin” de la crisis, los acontecimientos que siguieron de inmediato indicarían que ni siquiera estaríamos en el ‘fin del comienzo’.Es que el núcleo de la crisis sigue allí, como desde el primer día. La masa de los llamados ‘activos tóxicos’ continúa siempre en la cartera de los bancos, compañías de seguros y de inversoras de capital, y de los fondos creados a la sombra de ellos. Los llamados negocios derivados originados por estos pulpos suman unos 550 billones de dólares, o cuarenta veces la economía de los Estados Unidos. Algunos estiman que si se pudieran hacer las compensaciones entre negocios cruzados – lo cual simplemente podría demorar algunos años– , la resultante neta serían aún unos 20 a 30 billones de dólares de deudas incobrables. El envío a pérdidas de todas estas sumas llevaría a la quiebra a la mayor parte del capital mundial. Ningún capitalista quiere oficializar sus pérdidas vendiendo los títulos sin valor que tiene en su propiedad, por lo cual sobreviven con ayudas estatales o compras temporarias de los bancos centrales. En consecuencia, el sistema económico está parado porque el Bank of America, el Citigroup, el Lloyds, el Barclays y tantos otros están que-bra-dos. Ponerle el cascabel a este gato significa nacionalizar a todos estos bancos, y a partir de esto aun a aquellos que no están quebrados, para proceder a una liquidación ordenada de todos los créditos y deudas que no se pueden saldar. Todo lo que parecía sólido se ha desvanecido en el aire.
El plan de relanzamiento económico de Obama, que acaba de aprobar el Congreso norteño, no encara esta situación: se trata de un plan de gastos y de rebaja de impuestos por apenas el 5,5% del PBI norteamericano para los próximos diez años, aunque el 80% de él se consumirá en dos años. Para resolver la cuestión bancaria, Obama ha insinuado otra cosa: la creación de los llamados ‘bancos malos’, que recogerían todo aquello en poder de los bancos que no vale nada. El problema es el siguiente: para que los bancos que queden limpios de estos activos puedan funcionar, necesitarán que se les pague por los activos invendibles un precio que les permita pagar las deudas con las que financiaron las compras de esos ‘activos tóxicos’. Pero pagar mucho por lo que no vale nada, simplemente provocaría la quiebra de quien lo haga, en este caso el Estado. Por eso Obama ha insinuado el propósito de que la compra de esos activos la haga una asociación pública-privada, pero la viabilidad de este proyecto es que se pague muy poco por los activos, lo cual sería un gran negocio para los que financiarían la formación de los ‘bancos malos’. Pero cotizar a esos ‘activos’ como una pichincha decretaría la quiebra de los ‘bancos buenos’, que recibirían muy poco dinero o liquidez para saldar sus deudas. El equilibrio entre lo que necesitan los bancos con ‘activos tóxicos’, de un lado, y lo que puede pagar el Estado por esos activos, por el otro, sin arruinar las finanzas públicas, o lo que les convenga pagar a los capitales privados dispuestos a negociar esos ‘activos’ con posterioridad, es simplemente imposible determinarlo a priori. Por otra parte, ya se sabe que la mayor parte de los bancos están quebrados, por mejor que sea la oferta que se haga por sus ‘activos’. La solución de este problema pasaría por la nacionalización general de los bancos, pero esto transfiere a la política, o sea al Estado, la tarea de arbitrar las pérdidas y confiscaciones que, de cualquier modo, o invariablemente, deberá sufrir el capital, tanto el pequeño como el más grande. Suponer que el Estado puede sacar al capital indemne de la crisis es propio del que no entiende una jota de la economía política del capital y de la tendencia a su propia disolución. Pero la sola perspectiva de una nacionalización está a punto de quebrar al ‘establishment’ norteamericano. Esta es la crisis política de Obama.
¿Hace falta decir que la nacionalización de los bancos no es ninguna solución? Por una parte, una nacionalización de la banca norteamericana rompe todo el tejido financiero internacional, porque obliga a los otros Estados a tomar medidas similares para poner a sus Tesoros nacionales al servicio de esta nueva competencia bancaria internacional entre bancos que cuentan con capital y financiación estatal. El mercado mundial se transformaría en un terreno de pugna directa entre Estados, lo cual es lo más cercano a una nueva guerra. Por otro lado, una nacionalización de bancos quebrados amenazaría con la quiebra a las finanzas públicas y obligaría al Estado a operar con empréstitos forzosos. Por fin, incluso una banca estatal sería incapaz de mover a la economía si del otro lado no se moviera la demanda por medio de inversiones a cargo de los capitalistas. Es extremadamente difícil, sin embargo, que los capitalistas arriesguen sus capitales en empresas financiadas por el Estado; si operaran sin capital retrocederían a la condición de meros comisionistas del Estado. Una banca nacionalizada en las grandes naciones industriales necesitaría la nacionalización de las inversiones en la industria y la obra pública, lo cual pondría al Estado en las dos puntas del proceso económico, o sea sin la mediación de los capitalistas. Esto es teóricamente posible pero prácticamente inviable, por la simple razón de que la línea de separación entre el capitalismo y el socialismo se haría muy tenue: dependería de quién dirige ese Estado, si los capitalistas o los obreros, y no – como es ahora – que entre un régimen social y el otro hay una densa valla de relaciones sociales que abarcan diversos grados y estratificaciones, que se superponen sobre la relación entre el capital y el trabajo y oscurecen su visibilidad.La ruptura del presente impasse la impondrá la subsiguiente marcha de la crisis y, en especial, la presión popular, que está tomando forma y fuerza en todo el mundo. La caída de las Bolsas a nuevos pisos es el síntoma de que el capital exige, por un lado, que el Estado lance un plan de rescate masivo, aunque para ello tenga que separar a algunas ovejas negras que están definitivamente condenadas y, por otro lado, si esto es inviable o alargara aún más el proceso de quiebras, que el Estado haga una declaración oficial de quiebra bancaria y proceda a la nacionalización. En lo referente a la presión popular, las continuas apariciones públicas de Obama a lo largo y ancho de Estados Unidos, están mostrando la amplitud de la deliberación que va ganando a las masas. En otros países ya hay huelgas importantes y movimientos de protesta masivos. La nacionalización de los bancos en Europa sólo puede proceder por países y acabaría poniendo a los más débiles bajo la férula de los más fuertes.
Es muy claro que el proletariado, a partir de la lucha que tendrá que encarar, deberá comprender que la salida pasa por presentarse como alternativa de poder – lo cual requiere programas, partidos y organizaciones de masas revolucionarias.
Jorge Altamira
Publicado en Prensa Obrera nº 1072
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