Apenas la soldadesca hubo secuestrado en Tegucigalpa al presidente Manuel Zelaya, un millar de manifestantes se concentraron frente a la Casa de Gobierno para protestar contra la asonada. Al día siguiente, eran miles los que quemaban neumáticos en las calles de la capital y hacían frente con palos y piedras a las tanquetas militares. En la mañana del domingo, organizaciones de indígenas comenzaban una marcha desde Pueblo Lencas hacia Tegucigalpa y lo mismo sucedía desde Lempira, Morazán y Visitación Padilla, mientras las tres confederaciones sindicales del país convocaban a la huelga general a partir del martes, respaldadas por el Bloque Popular y la totalidad de las centrales campesinas. Esto es: un golpe cuya primera medida fue implantar el estado de sitio y el toque de queda, no podía empezar peor.
Los golpistas han establecido una rígida censura de prensa, sin que haya dicho una palabra por eso la miserable Sociedad Interamericana de Prensa (SIP). Tegucigalpa, hasta bastante después del asalto al poder, permanecía a oscuras durante la noche, con canales de televisión, radios y diarios clausurados, y el acceso a Internet cortado, mientras columnas de humo densas se veían en algunos puntos de la ciudad, lo cual indicaba que los militares habían hecho fuego con armamento pesado.
Algunas concentraciones han sido dispersadas a balazos y la policía ataca a los manifestantes con gases lacrimógenos, postas de goma y, según denunciaron varias organizaciones, con munición de plomo. Entretanto, una veintena de dirigentes sindicales, campesinos y de organizaciones de defensa de las libertades públicas permanecían detenidos sin que se conociera su paradero, y se teme que alguno de ellos haya sido asesinado por los militares. La canciller hondureña, Patricia Rodas, seguía en su residencia rodeada por tanquetas y carros blindados: “Los militares rodean mi casa, incluso hay francotiradores”, denunció en una comunicación telefónica (www.prensadefrente.org).
Una pequeña “santa alianza”
Manuel Zelaya, un aristócrata terrateniente que llegó al gobierno postulado por el derechista Partido Liberal, rompió con su propio partido y dio un giro político que lo condujo a incorporarse al Alba. Zelaya buscó sus aliados, además de Hugo Chávez, en Cuba y en Nicaragua. Internamente, comenzó un proceso de reformas tibias que, sin embargo, afectaron hasta cierto punto intereses de los pulpos petroleros y de los depredadores de las zonas boscosas que explotan maderas finas.
Antes que en los partidos tradicionales -históricamente raquíticos en Honduras-, la oposición derechista se agrupó detrás de la Iglesia católica, punta de lanza de una ofensiva en regla contra la intención de Zelaya de convocar a un plebiscito para reformar la Constitución y habilitarse a sí mismo para ser reelecto (su mandato vence en enero de 2010).El portavoz más decidido de la reacción fue el obispo auxiliar de Tegucigalpa, Darwin Andino, quien declaró: “La Iglesia católica y todo cristiano (la ampliación no es casual, porque también las iglesias evangélicas avalan el golpe) no respaldan la ilegítima consulta del gobierno por ser inaceptable, y en la que está la mano del presidente Chávez... el país no se puede entregar al chavismo... el panorama nacional... se compara con el que se ha presentado en otros países, como Venezuela, Bolivia y Ecuador” (AP, 27/6). Eso decía el obispo horas antes del golpe.
Detrás de la Iglesia se alinearon la mayoría del parlamento, dominado por los liberales, la Corte Suprema, la fiscalía, los medios de difusión más importantes (de ahí el silencio de la SIP), la Corte Suprema, el Tribunal Supremo Electoral y, por supuesto, la cúpula militar. En respaldo de Zelaya acudían “organizaciones obreras, campesinas, indígenas y otros sectores” (Clarín, 26/6).
El gobierno reunió 400 mil firmas que permitieron convocar a ese plebiscito no vinculante para incluir o no, en las elecciones de noviembre, una “cuarta urna” con la finalidad de elegir una Asamblea Constituyente que reformara la actual Constitución, vigente desde 1982. El plebiscito debía hacerse el domingo 28, pero el ejército se negó a distribuir las urnas y las incautó en una base de la Fuerza Aérea. El presidente destituyó al jefe del Estado Mayor Conjunto, general Romeo Vásquez, y de inmediato la Corte Suprema emitió un dictamen que restituía en su cargo al jefe militar. Paralelamente, el parlamento empezó a discutir una ley de remoción del presidente para que asumiera el titular del Congreso, Roberto Micheletti, también del Partido Liberal. Zelaya, acompañado por centenares de sus seguidores, forzó su ingreso en la base que guardaba las urnas, las rescató y comenzó a distribuirlas por medio de militantes el viernes 26.
En la madrugada del domingo, un comando militar ingresó a tiros en la residencia presidencial, secuestró a Zelaya y, en ropas de dormir, lo puso en un avión y lo deportó a Costa Rica, mientras el Congreso le tomaba juramento a Micheletti y se implantaban el estado de sitio y el toque de queda. Entretanto, decenas de opositores eran también secuestrados por los militares. El golpe estaba dado.
De inmediato, comenzó la movilización popular.
Están aislados
Barack Obama reaccionó ante el golpe “profundamente preocupado” y pidió “respeto por las normas democráticas” (AP, 28/6). Poco después, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, anunció que su gobierno no reconocía “a otro presidente que a Manuel Zelaya” (AP, 29/6).De acuerdo con la posición norteamericana, el titular de la OEA, José Insulza, convocó a una reunión del Consejo Permanente “para analizar la crisis en Honduras y defender la estabilidad democrática”, al tiempo que proponía una “mediación” para una salida negociada. Varios embajadores ante la OEA, entre ellos el argentino, le señalaron que nada se podía negociar con los golpistas y sólo correspondía exigir la restitución de Zelaya, cosa que Insulza aceptó cuando las noticias de la movilización en Honduras empezaban a taparlo.
En definitiva, todo indica que este golpe de mano terminará abortado como el de 2003 en Venezuela y el del año pasado en Bolivia. La crisis hondureña amenaza transformarse en crisis regional.
Urge ahora redoblar la movilización en toda Latinoamérica para impedir que ese ejército, que fue (y está preparado para volver a ser) la fuerza de choque más criminal del Pentágono y de la CIA en América Central, se retire en medio de una carnicería.
Alejandro Guerrero
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